[Artículo publicado por
el director de GASTRO ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del viernes, 8 de
marzo]
La cadena de transmisión
tradicional culinaria —diga coquinaria, si quiere pasar por ilustrado— ha
muerto. Las madres ya no explican a sus hijas la forma de cocinar, y las
cocinas públicas tampoco son ese reducto masculino, donde el chef, generalmente
entre efluvios etílicos y en los sótanos del restaurante, imponía sus normas a
unos asustados subalternos. Queda, eso sí, el reducto festivo y lúdico donde
aficionados entusiastas nos amenazan con sus especialidades, pocas, resueltas
con más voluntad que eficacia. Pero nada es como antes: ni nuestra vida y
trabajo —el que lo tenga—, ni los instrumentos, ni esa presencia constante, a
través de la publicidad, de la industria alimentaria.
Desaparecido, pues, el paradigma,
el panorama es incierto. En la mayoría de los hogares la cocina es una estancia
superflua, donde se acude a descongelar, aprovechar el microondas o regenerar
comida industrial preparada. Sin embargo, y paralelamente, guisar se está
convirtiendo en una actividad de ocio. En una especie de bricolaje que, con
mucha fortuna, produce más satisfacciones que ensamblar una mesa sin que quede
coja.
De suerte que los cursos de
cocina, una actividad creciente, se están configurando como una oferta más de
ocio. Una posibilidad de aprender técnicas, pero también conocimiento para
presumir ante los cuñados. O, en el peor de los casos, una sesión para saber
elaborar determinado plato, y no otro, u ocasión para el ligue entre maduritos
solitarios.
Uno no sabe posicionarse ante el
fenómeno. Es bueno, por supuesto, aprender a alimentarse, a disfrutar ante la
mesa, conocer todo lo que supone la amplia cadena alimentaria, desde cómo se
elabora el producto, hasta sus consecuencias para la salud. Mas es malo
convertirlo en simple ocio o placer, porque supone una dejación de nuestra
soberanía personal a la hora de nutrirnos, de subsistir, delegando en otros que
nos alimenten.
Ustedes mismos.
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