[Artículo publicado por el director de GASTRO
ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del viernes, 26 de junio]
Lee uno, que no sabe de ello, que en la moda existen las
tendencias. De ahí, debe ser, que de repente en un verano todas los jovenetes
parezcan salidos del mismo sastre, o la misma tienda. Y, lamentablemente, la
situación ha llegado a las mesas públicas, quizá porque los nuevos cocineros, y
algunos de los recientes empresarios hosteleros de la ciudad, también
participan del mundo de la moda.
Escribimos antaño, y creímos, que la proliferación de
espumas y aires era, simplemente, la infantil aspiración de ser el Adrià local.
Un intento doble de parecer moderno y de amortizar el caro sifón con el que se
producen. Pero el asunto continúa.
Y digámoslo ya. Odio las tierras: no soy una borraja –por
más que me gusten−, ni tampoco un homínido necesitado de minerales, en cuyo
caso la ingesta de tierra, de verdad, está justificada. Pero son demasiados los
menús degustación, las cenas para pijogatronómicos, las caras tapas de diseño,
en las que la tierra está presente.
Tierras de oreo −¿pagan por esta inane publicidad gratuita
los galleteros−, tierras de otras galletas, tierra de migas, tierra de lo que
sea. Producción barata de pretendida alta cocina, que apenas aporta nada al
plato. En tiempos del internet apenas cuesta nada copiar, remedar sin decoro,
lo que en otros platos y mesas tiene un sentido gastronómico. Y los que nos
dedicamos a esto, venga a comer tierra.
Pues no. Nos gusta la cocina con discurso, con ritmo en la
estructuración del menú; por supuesto, con gusto y sabor; y todavía más cuando
se mima el producto, atendiendo a la temporalidad y la cercanía. Pero ante
todo, ha de ser cocina.
¿Cuántos de los especialistas en cocina thai la conocen de
verdad? ¿Y los que escribimos? Estamos bordeando peligrosamente el barroquismo
sin sentido, el manierismo coquinario. Y no, la cocina ha de ser placer, en la
medida de lo posible matizado por la cultura. Y la tierra, para el que se la
trabaje.
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