[Artículo publicado por el director de
GASTRO ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del viernes, 12 de septiembre]
Coinciden
estos días las fiestas de la vendimia de Cariñena, el domingo, y Campo de Borja
–el lunes, en Ainzón−, eventos tradicionales que no han sobrepasado su carácter
comarcal. Probablemente porque la existencia de cuatro denominaciones
vinícolas, además de las seis zonas de Vinos de la
Tierra, en un territorio que no llega al millón y medio de habitantes, haya
impedido generar un imaginario común de la cultura del vino, por lo que estas
manifestaciones lúdicas adquieren un carácter más local. De hecho Somontano,
que nació como la DOP jamás ha celebrado fiesta de la vendimia.
Lo que no impide reconocer a la ciudad de
Zaragoza, geográficamente situada en el centro de todas las zonas vitícolas
aragonesas, su carácter de capital del vino. Por su consumo, especialmente una
vez amortiguada la ‘riojitis´ de hace
unas décadas, por su población, por el escaparate que suponen bares y
restaurantes, por el incipiente turismo. Sin embargo, pocas ferias de vino,
exceptuando la fantástica de Montañana o la callejera de Broqueleros y San
Pablo –por cierto, con la sexta edición el próximo fin de semana− han optado
por ese carácter aragonés y regionalista. Las ha habido y hay de Cariñena, de
Borja, de determinadas bodegas, incluso de Rioja… esta misma tarde.
Hora es, pues, de solventar estas
carencias. Sabemos de buena fuente que algo se está preparando para finales de
este mes, a pesar de las dificultades que supone organizar una fiesta de estas
características.
Porque el consumo de vino, siempre de
forma moderada, por supuesto, sigue decreciendo en nuestro país. Se pierde la
cultura de la bota y el porrón, desaparece progresivamente el chateo compartido
de bar en bar, sustituido por otras bebidas –que todas tienen derecho a ser
ingeridas− y olvidamos unas tradiciones, antaño arraigadas y hoy desaparecidas.
Y aunque no se trate de incitar a beber
vino a los niños, tampoco podemos vivir con ese temor a que te detengan –o te
miren mal, en el mejor de los casos− por ofrecer un trozo de pan con vino y
azúcar a tu propio hijo o sobrino. Pues eso.
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