[Artículo publicado por
el director de GASTRO ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del sábado, 1 de septiembre]
Las casualidades o coincidencias
temporales producen curiosos fenómenos. Mientras el gobierno de Aragón
presentaba su nueva logomarca aragonesa, esa triangular A acentuada, otra
imagen —uno es incapaz de dilucidar si más potente—, difundía el nombre de
Borja, y de refilón, Aragón, por todo el mundo. Parece muy osado pedir que sustituya a la primera, pero lo cierto es que
el impacto, al menos momentáneo, de la segunda, jamás será alcanzado por la oficial.
Sin entrar en otras consideraciones
ajenas a estos negociados, por una vez desde Aragón se ha sabido valorar el
poder de una imagen. El ayuntamiento borjano persigue sus derechos, quizá
asombrado ante los miles de camisetas que se vendieron en las primeras horas. Y
si un establecimiento madrileño ya comercializa una crepe con los rasgos del
popularmente conocido eccehomo¸ una
bodega de la denominación Campo de Borja, pretende hacer lo mismo con sus
vinos.
Quiérese decir que algo hemos
avanzado por aquí, al menos en los intentos de aprovechar las oportunidades
para posicionarnos en el mercado, especialmente agroalimentario. Probablemente
el fenómeno será flor de agosto, pasajera noticia amplificada por su jocosa
acogida en las redes sociales de medio mundo, pero puede tener un largo recorrido
como marca agroalimentaria.
Casos más raros se ven. Desde
aquella marca Prada a tope hasta
vinos bautizados como Cojón de gato.
Se trata tan sólo de acertar en el tono, que forma y contenido vayan unidas.
Ingenuidad, primitivismo, autenticidad, artesanía, rural...
Porque, además, el asunto tiene
un poderosos discurso interno. Emborronar un mediocre cuadro, por más que
emotivo, ocultar el pasado bajo un confuso presente —eso sí, repleto de buenas
intenciones—, dejar provisionalmente inacabado el trabajo y que sea
precisamente entonces cuando se difunde, dice mucho de cómo es esta tierra. ¿No
se busca eso en las marcas?
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