[Artículo publicado por
el director de GASTRO ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del viernes, 22 de
febrero]
El fantasma del hambre cada día
es más corpóreo en nuestro país. De ello algo, poco, se debió de hablar en el
debate de la nación, pues uno, a pesar de la inicial voluntad, se aburrió
enseguida de escuchar monólogos preparados y entrelazados. Mas los datos son
tozudos y las cifras de Caritas, de los comedores sociales, de otras oenegés
dan cuenta de una triste y dura realidad que no disminuye, antes bien.
La duda estriba en si nuestro
parlamento es capaz de afrontar problemas como éste, derivados finalmente de
una estrategia global de los mercados, sobre las que poco o nada parece poderse
hacer. La salida de la crisis, cuando llegue, solucionará probablemente los
males de muchos, pero no el mal de fondo, el sistema alimentario en que
vivimos.
Cuando multinacionales y
gobiernos compran terrenos agrícolas en países poco desarrollados; cuando gran
parte de la producción agraria se destina a cebar ganado —cuya carne luego se
mezclará con equinos húngaros—, y siempre con los biocombustibles asomando la
patita; cuando las materias primas —sí, los alimentos— son simples objetos de
especulación en las bolsas y mercados financieros; cuando alternamos el consumo
de grasas y productos contra el colesterol: cuando hemos desechado asumir
nuestra soberanía alimentaria... ¿qué hacer?
Desechada a corto plazo la
política actual y convencional como modo de transformación, queda la opción,
lenta, pero segura, del ciudadano-consumidor. El que decide sus hábitos de
acuerdo con su sensibilidad social y no en función de la siempre apetecible
publicidad. El que asume el valor de la cercanía y la independencia de
multinacionales. El que opta cada día cuando saca su monedero y no la tarjeta
de crédito.
Y recuerden que no hace más de
treinta años a los ecologistas se les consideraba, sin más, unos locos
utópicos. El tiempo sigue dando razones.
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