[Artículo publicado por el director de GASTRO
ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del viernes, 22 de junio]
Hagan la prueba. En cualquier
comida medianamente numerosa suelte cualquier pregunta acerca del chuletón. De
inmediato surgirán las más apasionadas opiniones, desde dónde sirven el mejor,
hasta el justo punto de cocción, pasando por el corte, la maduración, etc.
Y sin embargo Zaragoza, que es
donde este fenómeno es más acusado, no destaca ni por su producción de vacuno,
ni por la proliferación de asadores especializados. Pero ni la borraja o el
ternasco, por citar dos alimentos propios, desatan estas conversaciones. Podría
deberse a esa vocación carnívora que arrastramos desde nuestros más lejanos
ancestros, pero se teme uno que las causas vengan de otro lado.
Como sociedad rural que es,
apenas disimulada por una falsa pátina de modernidad, la zaragozana —asumámoslo
sin ambages, que es así—, recela de los restaurantes. No así de los bares,
sempiterno lugar de encuentro. ¿Para qué pagar por algo que tengo en mi propia
casa?, sería el pensamiento imperante, tatuado en nuestro inconsciente
colectivo, que no se ha roto ante la carencia de una mínimamente potente
burguesía industrial y urbana.
De ahí, que ante esta
inferioridad de partida, obviemos nuestros productos, los que conocemos por su
uso habitual, para convertir a otros, ajenos, en objeto de deseo gastronómico. Es decir el chuletón; que hasta hace
bien poco nos vendían como buey, siendo como era vaca vieja.
Y esta sublimación nos permite el
inculto diálogo, sin apenas temor. Pues si afirmo en la mesa que el ternasco
está muy rico, ya que ha pastado en el Pirineo, siempre habrá quien sepa, y
recuerde, que los ternascos nunca salen al campo a pastar; lo hacen sus madres.
Pero con el chuletón podemos
divagar, apostar, presumir, mentir, sostener, afirmar lo que se nos ocurra. Ya
que resulta altamente improbable que cualquiera de los comensales sepa algo al
respecto.
Y así nos va en la mesa.
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