lunes, 20 de junio de 2016

Antonio Flores explicó los vinos de Jerez

TEXTOS: J.M.M.U.
FOTOGRAFÍAS: Gabi Orte / chilindron.es

Antonio Flores, por sus venas corre Tío Pepe.
Antonio Flores nació en una bodega de Jerez, concretamente en una habitación situada encima de la solera del afamado Tío Pepe, en la Bodega González Byass. Así que pocos como él para dirigir una cata –calificada de «histórica» por los convocantes, la Asociación aragonesa de sumilleres− capaz de aproximar el amplio mundo del Jerez a los interesados, para la que, por cierto, suministró su estoc de copas riedel chianti/riesling. El evento tuvo lugar en la bodeguilla de Casa Pascualillo −Libertad, 9. Zaragoza. 976 397 203− cedida para la ocasión por su propietario, Guilermo Vela.

Locuaz y divertido, Flores recordó la importancia del Jerez en el mundo de la cultura –los alaban Shakespeare, Verdi o Neruda, entre otros− y alabó el trabajo de los sumilleres. «Sois los más importantes. Si nosotros somos como una ganadería de reses bravas, trabajando en el vino a lo largo de los años, vosotros disponéis de veinte minutos para poner en suerte a los vinos».

Tras recordar que «por mis venas corre Tío Pepe en vez de sangre», convirtió Casa Pascualillo en una bodega de Jerez. Tras describir brevemente la historia de esta bodega, nacida en 1835 gracias a un bancario de Cádiz que vio en la exportación de vino a Inglaterra un buen negocio, analizó los cinco pilares del vino de Jerez.

La tierra, albariza y pobre, con gran capacidad para retener el agua –llueve bastante, 600 litros, pero a destiempo−, que aporta salinidad a los vinos.

Las variedades de uva, sustancialmente la palomino fina, además de moscatel y pedro ximénez. «Dicen que la palomino fina es poco expresiva, pero os demostraré que no es así», desafió a la concurrencia.

La crianza biológica que se desarrolla en ausencia de oxígeno, con el vino protegido por el velo flor. Este peculiar sistema de crianza se basa en unas levaduras adaptadas para alimentarse de alcohol, en las condiciones idóneas de humedad y temperatura. Y crean una especie de nata, justo encima del vino, que impide su contacto con el oxígeno, y va creando con sus procesos de alimentación las peculiaridades de estos vinos.

La crianza oxidativa, cuando ya el vino interacciona con el oxígeno, dando lugar a otro tipo de vinos, debido a que el velo flor ya no lo protege del aire.

Y el sistema de soleras y criaderas, que garantiza la uniformidad de los vinos a través de los años. Consiste sustancialmente en ir reemplazando el vino que se embotella –almacenado en la fila inferior de las botas (barricas), la solera− con otro, un año más joven, procedente de la fila superior de botas, las criaderas− y así sucesivamente. Son tres filas de criaderas y una de solera, con lo que el vino base permanecerá envejeciendo cuatro años hasta ser embotellado. Y se efectúan cuatro sacas al año.

Todos estos vinos proceden del mismo mosto.
La cata
La cata comenzó con lo que ellos llaman mosto –en realidad, el vino base, pero les gusta cambiar el nombre a las cosas−, un vino blanco de la cosecha del año, palomino fino 100 %, de unos 11,9º −no se puede vendimiar en Jerez hasta que la uva no alcanza los 10,5 º de azúcar−, que se fermenta en dos pasos, hasta lograr menos de un gramo de azúcar residual. Hasta que llega diciembre o enero, cuando por el frío precipitan las lías −las levaduras−, se deslía y se decide para dónde y qué irá el vino.

Así, «donde acaba la vida de otros vinos blancos, comienza la del Jerez», explicó Flores. Ese mosto de primera yema, una vez elegido para ser un fino, Tío Pepe, se encabeza con alcohol vínico hasta 15,3 º. Y pudimos probar tanto el mosto, un vino normal, como el encabezado, el sobretablas fino, que ya llevaba un año de criadera.

Pues cada año el nuevo mosto reemplaza la cuarta parte de la tercera criadera, que ha ido a la segunda, y así sucesivamente, pues también se ha extraído la cuarta parte de la solera para embotellarse como Tío Pepe. 
Cuatro largos años para conseguir este vino, de 15 º, que fue probado y admirado por la concurrencia. Tal cual llega al comercio, filtrado y estabilizado.

Tío Pepe en rama, apenas 16 000 botellas al año.
Pero Flores aportó una joya, el Tío Pepe en rama, una curiosidad de la que apenas se embotellan 16 000 botellas, muy buscadas por los aficionados, sin filtrar ni clarificar. Los viene elaborando desde hace seis años, gracias a la apuesta de un club de vinos británicos. Seleccionan sesenta botas de las 20 000 de la bodega y de ahí extraen únicamente la cuarta parte. Un vino que cada año se embotella con una etiqueta histórica de la botella.

Llegó el momento de probar el Viña AB amontillado, de 16,5 º que es un Tío Pepe que vuelve a pasar por el sistema de criaderas. Como la levadura ya tiene problemas para desarrollarse –mucho alcohol, pocos nutrientes−, el velo se debilita y aparecen manchas en la superficie, con lo que comienza la crianza oxidativa. Como aquí se hacen únicamente dos sacas al año, el vino permanece ocho años en crianza.

Del Duque, un perfecto amontillado.
Y si repetimos de nuevo el proceso con este vino, y vuelve al sistema de criaderas, llegamos al Del Duque amontillado, de 21,5 º, con más de 30 años de edad, de los cuales 18 de ellos ha experimentado la crianza oxidativa. Un vino único.

Como ironizó Flores, todo este abanico de vinos surge simplemente de ese «poco expresivo mosto de palomino fina», además de tiempo y unas condiciones únicas en el mundo.

Los olorosos

En la segunda parte de la cata, nos acercó a la crianza oxidativa, que da lugar a olorosos y otros tipos.

Aquel mosto se encabeza ahora con alcohol hasta llegar a los 18 º, con lo que la levadura no puede sobrevivir, se rompe el velo y comienza la oxidación. Se probó el sobretablas oloroso, de 18 º, que tras ocho años de crianza sale de la solera como Alfonso, un oloroso con 18 º, seco, pero con alto contenido en glicerina que aporta dulzor.

Curiosa resulta la historia del palo cortado. Originariamente se añadía el alcohol del encabezado a ojo, calculando el responsable de la bodega que el resultado final no superara los 16 º, que permiten la crianza biológica. Y se marcaba la bota con una raya vertical. Pero si el responsable se equivocaba y había añadido más alcohol del necesario, el velo moría y el vino no evolucionaba según lo previsto, lo que se marcaba en la bota cortando el palo, lo que dio lugar a otro vino.

Actualmente se elige el mosto base y se encabeza directamente a 18 º para conseguir el error, un proceso que dura doce años, y que debe lograr, según el consejo regulador, que en nariz asemeje a un amontillado, resultando como un oloroso en la boca. Ese es Leonor.

La cata continuó con los vinos más antiguos de la bodega. Apóstoles, otro palo cortado de 20 º, que incluye un 13 % de pedro ximénez, criados por separado, y mezclados en la solera a los doce años. También Matusalem lleva ambas uvas, con quince años de solera, y unos 30 de envejecimiento, que le confieren un intenso color caoba. 

Radicalmente diferente es Noé, un pedro ximénez 100 %, a partir de uvas soleadas, que pierden un 40 % del agua antes de ser vinificadas. Se elabora, tras ser encabezado, a lo largo de más de treinta años de crianza en solera. Y a pesar de sus 420 gramos de azúcar, resulta fresco en la boca.

Añada 1987, un palo cortado de añada.
Sistema tradicional
Y para finalizar otra curiosidad, pues también en Jerez se crían vinos por el sistema tradicional de añadas. Explica Flores que el «sistema de soleras viene de mediados del siglo XIX, cuando el auge del Jerez, para garantizar la producción», y durante años coexistió con la crianza tradicional, hasta que se impuso como norma. 
Pero González Byass cuenta con 200 botas de añadas, que comercializan desde 1994. Pudimos probar el Añada 1987, un excelente palo cortado, con etiqueta clásica y apenas 987 botellas elaboradas.

Un largo y fructífero viaje por Jerez.


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