[Artículo publicado por el director de GASTRO
ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del viernes, 5 de julio]
Aunque creamos que no, los aragoneses, y
los españoles en general, somos muy rígidos a la hora de comer. Primero,
segundo y postre; o el menú degustación para las ocasiones formales y los
muchos platos al centro en celebraciones distendidas. Pero si un esquimal no
come igual que un ecuatoriano, no deberíamos ingerir lo mismo en invierno que
en verano; que ya ha llegado, para sufrimiento de quienes amamos el frío.
Hay vida más allá del gazpacho y la
vichyssoise, las dos sopas frías por excelencia. También, y perdonen los
puristas, de sus variantes, salmorejos, porras antequeranas, gazpachos de
fresas y cerezas, sopa de calabacín, etc.
La cocina tradicional ha sido capaz de
generar soberbias recetas a partir de los restos. Croquetas, empanadillas y
potajes son buen ejemplo de ello. Pero las sopas de verano, las frías, no se
han introducido todavía en nuestra cultura. Que sobran unas borrajas con
patata, al túrmix, un poco de aceite, su propio caldo y el toque personal de
cada cual y tenemos un excelente gazpacho aragonés. Lo mismo con cualquier
verdura, una ensalada de garbanzos, o esas judías verdes que han sobrado.
Salvo las crecientes excepciones por la
crisis, estamos sobrealimentados. Una sopa fría, cualquiera, aderezada con un
poco de gusto y un buen aceite de oliva, sirve de comida junto a una pizca,
pero pizca, de pollo, pescado, huevo, etc., complementado con una fruta de
postre.
El verano no es tiempo para grandes
lifaras, salvo que se disponga de tiempo para una prolongada siesta. Ni
siquiera para los tres servicios convencionales. Pero sí resulta un buen
momento para experimentar otras formas de comer, más ligeras y racionales.
Si aceptamos la jornada continua
—comiendo casi a las cuatro—, nos acostamos más tarde pensando en la siesta del
día siguiente, bebemos más de la cuenta, fresquito eso sí, ¿por qué no podemos
comer de otra manera?
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