[Artículo publicado por el director de GASTRO
ARAGÓN en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, del viernes, 23 de agosto]
Dentro de esta confusión
alimentaria que nos invade, la palabra «artesano» parece un valor seguro. Pero
el asunto no está tan claro. Al revés, introduce más confusión en un mundo en
el que parecen convivir sin problemas lo macro y lo micro, ambos con sus virtudes
y defectos. O si no piensen en qué fue de aquellas micrococacolas que aparecieron hace unos años con gran fuerza y hoy
apenas subsisten algunas.
Parece evidente que la presencia
de la palabra en un bote o lata presente en las grandes superficies, máxime si
se decoran con gomitas o mantelitos a cuadros, es un factor que anima a la
compra, más allá del posible sobrecoste. Que vende, especialmente si se alía
con la añoranza de la comida “de pueblo”, casera o familiar. ¡Cómo si no
hubiera pueblos, casas o familias donde se come de pena!
Al escapar de los mentados
productos artesanos-industriales, sí podemos encontrarnos con productos
auténticamente artesanos, que para eso están definidos por la normativa. Que
son una mínima parte de los que llegan al mercado. En general, elaborados en
pequeñas explotaciones, con limitada capacidad de producción y a cargo de los
propietarios; de ahí, normalmente, se deduce mimo por su trabajo, predilección
por las mejores materias primas, así como cuidados procesos de trabajo.
Pero todo lo anterior no implica
que el resultado sea satisfactorio. Basta recordar el vino que hace el cuñao en
los ratos libres, el paté de la tía del pueblo o las mermeladas de la abuela. A
veces buenas, a veces funestas.
Quiérese decir aquí que, como
normal general, mejor lo artesano, pero que sea bueno, dentro de su
variabilidad. Pues también existen consumidores que prefieren salchichas,
cervezas o panes siempre iguales a sí mismos; y tienen derecho a ello.
El resto, los curiosos y amantes
de lo local, nos decantamos por esa variabilidad –humana, animal y vegetal−,
siempre dentro de la calidad, que enriquece la vida, y no sólo gastronómica.
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